La Palabra Desaparecida

La publicidad murió. Y aunque algunos todavía la nombran, cada vez lo hacen con más cautela, como si dijeran algo inapropiado. Como si usaran un término que quedó mal ubicado en el presente.

Asistimos a su funeral cada seis meses. A veces disfrazado de festival, a veces de charla, a veces de reunión. Pero el duelo es real, aunque no lo hayamos admitido del todo.

Antes de seguir, una historia corta: En Bogotá, el Teatro San Jorge abrió sus puertas en 1938 con una imponente fachada art déco azul y un contrato de exclusividad con Metro-Goldwyn-Mayer: para entrar se exigía corbatín y zapatos lustrados. Durante tres décadas fue el escenario predilecto de la élite capitalina. Conforme el barrio se deterioró, el recinto terminó proyectando cine para adultos; después le arrancaron las butacas y lo convirtieron en bodega. Hoy la entrada está tapiada y, donde antes llegaban limusinas, sobreviven talleres de mecánica y locales de repuestos.

No desapareció. Pero se volvió irrelevante.

A la publicidad le ocurrió algo parecido. Sigue allí, pero fuera del radar. Ya nadie la llamamos por su nombre.

¿Dónde quedó esa palabra? ¿En qué momento dejamos de usarla con orgullo?

Hoy hablamos de contenido, de creadores, de comunicación estratégica, de branding, de storytelling, de performance marketing, etc. Incluso los medios especializados titulan con frases como Las campañas de contenido que están rompiendo en Cannes, evitando decir “anuncios” o “publicidad”.

Y en el mundo real, el fenómeno es aún más evidente.

Las agencias ya no se llaman agencias de publicidad (salvo en los registros de la Cámara de Comercio y la oficina de impuestos). Son agencias de marketing, boutiques de contenido, firmas de innovación cultural. Incluso las más tradicionales han hecho piruetas lingüísticas para actualizar su carta de presentación.

No es una evolución técnica. Es un desplazamiento simbólico.

Lo más curioso es que la mayoría sigue haciendo publicidad. Pero se niega a admitirlo.

Gravitan hacia la convergencia competitiva, ese lugar donde todos se parecen.

Publican anuncios en redes sociales, activan campañas pagas, hacen piezas para televisión, vallas, banners, cuñas. Siguen el mismo flujo creativo de siempre: brief, concepto, ejecución, arte, medios. Pero todo eso ahora se llama de otra manera.

¿Por qué?

Porque la palabra “publicidad” perdió prestigio. Se volvió ruidosa, sospechosa, anticuada. En algunos entornos, hasta vergonzante.

En parte, por culpa de quienes la ejercieron mal durante años. La palabra publicidad no está muriendo por falta de ideas, sino por exceso de nostalgia. Pero también por la velocidad con la que cambió el ecosistema: el surgimiento de los datos, la obsesión por la conversión, la fragmentación de las audiencias, la sobreproducción de mensajes.

Teatro san Jorge, 1938

En ese nuevo mundo, decir que uno hace “publicidad” suena viejo. No por lo que significa, sino por cómo lo perciben los demás.

Las cifras lo sugieren. Las carreras universitarias con el nombre “Publicidad” han cerrado programas o los han rebautizado. Algunas facultades ahora se llaman “Comunicación Publicitaria”, “Comunicación Estratégica” o directamente “Marketing y Comunicación”.

No es solo un cambio de nombre. Es una manera de despegarse de un legado.

El número de estudiantes también ha caído en picada. Hace quince años, estudiar publicidad era una decisión con aura de rebeldía creativa. Hoy, para muchos, no parece ni siquiera una opción vigente.

La carrera de Publicidad, tal como se dicta hoy, está agotada. O la reformamos en serio o aceptemos que se acaba.

Y, sin embargo, el trabajo, el oficio sigue existiendo. Hoy la demanda de publicidad es la mayor de la historia. El mundo de los negocios demanda ideas, necesita mensajes, necesita campañas. Lo que ha desaparecido es el nombre.

Podríamos quedarnos en la asfixiante nostalgia. Hablar del oficio como si se hubiera perdido del todo. Pero sería injusto. Lo que tenemos delante no es la muerte de la publicidad como práctica, como oficio, sino la desaparición de la palabra. Su desplazamiento.

Y eso sí importa.

Porque las palabras moldean el pensamiento. Si dejamos de llamar a las cosas por su nombre, también dejamos de discutirlas, de exigirlas, de redefinirlas.

No se trata de rescatar la palabra por nostalgia, sino por precisión.

Llamar publicidad a la publicidad nos permite diferenciarla del contenido genérico, del ruido digital, del mensaje disfrazado de entretenimiento. Nos permite exigir creatividad con sentido, estrategia con rigor, comunicación con propósito.

Nos permite no olvidar lo que fuimos para saber mejor en qué nos estamos convirtiendo.

Tal vez la publicidad, como el Teatro San Jorge, aún esté en pie. Pero si no volvemos a nombrarla, pronto nadie recordará para qué servía.

Y entonces sí, lo único que quedará será una fachada, con el taller de amortiguadores “Los Paisas” al lado y un cartel que nadie se detiene a leer.

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